Meses, años quizá, sin salir de noche, negándose a visitar algún Antro. Tanto, que ya casi no recordaba el ambiente y tampoco es que lo extrañara mucho, pues esos sitios nunca la habían entusiasmado gran cosa. Y esa noche, finalmente aceptó salir de su aislamiento (la ermitaña le llamaban de un tiempo a la fecha) para ir a bailar. Accedió porque el sitio elegido era uno de los pocos en los que a la entrada no había un cadenero mamón y mal encarado, afanado en cobrarse, en la persona cada uno de los aspirantes a clientes, todas las afrentas, humillaciones y discriminaciones clasistas padecidos durante su infancia y adolescencia. Si bien el Mama Rumba no es el paraíso, tiene a su favor el que los encargados de la puerta no determinan con base en la apariencia física quiénes son dignos de ingresar y quienes tendrán que buscarse otro Antro… en donde su look no desentone con la decoración. Era la media noche cuando franquearon la puerta de acceso y el ambiente ya estaba en su apogeo; pese a que el sitio no había cambiado desde su última visita, ella lo encontró diferente, quizá porque después de tanto tiempo en viviendo en su particular ermita, su manera de ver las cosas era otra. Nada más sentarse notas como ante tus ojos, todo cobra visos de novedad, casi revelación. Y así, instalada en una cómoda (tramposa) posición de intrusa, no tendrás empacho en dedicarte a observar a la concurrencia, verlos como de lejitos, como si ellos fuesen habitantes de otro mundo y tú estuvieses instalada en otra dimensión. Tú, la intrusa que ha invadido su reino de sagrado esparcimiento, tú la que los mira divertirse, bailar, coquetear, beber mojitos como si fueran simples limonadas, dejarse llevar por el rítmico sonido del grupo cubano que ameniza el lugar. Al paso de las horas el ritmo candente cede su lugar a uno más cadencioso y romántico: ha llegado la hora del cantante estelar, cuya pastosa y sensual voz desgrana las notas de lágrimas negras, momento idóneo para que los cuerpos se acerquen aún más (el mama rumba, como cada sábado, está atestado), acompasando sus movimientos con gozosa cachondez. La concurrencia asidua (al menos a primera vista) no se parece en nada a la que suele frecuentar los Antros donde imperan el tecno y demás ritmos. En este lugar, la posmodernidad kitsch se mezcla sin problemas con la nostalgia sesentera. Las féminas, la mayoría de ellas, serían dignas representantes de esa subespecie denominada "radical chic"; niñas bien pero con barniz de intelectuales progres, un poco a la imagen de la gauche caviar, tránsfugas de los gloriosos 60's que no vivieron, pero en versión fashion, donde los huaraches artesanales y las margaritas en el pelo han sido sustituidos por las sandalias Prada y los foulards de Hermès enredados en la cabeza a manera de turbante, lo cual les confiere -hay que decirlo- un aire de atractivo misterio. Pero más allá de su apariencia, que con sus más y sus menos es muy similar, todas estas chicas parecen gozar al máximo… tal como si estuviesen en éxtasis (igual se habrán metido una dosis de ídem). Y tú, que te has dedicado tan sólo a mironear, agazapada en un punto estratégico donde el campo de visión es inmejorable, las miras, casi con envidia pues ellas no parecen necesitar de sus acompañantes hombres para pasarla bien  –a simpe vista ellos lucen menos dichosos, menos compenetrados con el ambiente, alguno casi con expresión de fastidio o de fuchi, pues están en un ambiente que quizá les es ajeno por más que ahora sea casi chic escuchar música cubana y beber mojitos.  
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