junio 01, 2010

oír llover

Nunca le gustó la lluvia torrencial y menos cuando se acompañaba de falta de energía eléctrica. Una cosa era no poder salir, evitarlo ante semejante aguacero y otra, muy distinta, tener que pasar las tempranas horas del anochecer sin poder leer, escuchar música o ver una película... nada. A solas y en silencio. O peor aún, en diálogo consigo misma. Pensar... tomar decisiones que hasta ahora había retrasado y que bien sabía no podía seguir postergando por mucho tiempo. Pero esa noche lo último que quería era justo eso: pensar en las disputas familiares y legales, relacionados con la herencia materna. Le parecía casi risible que sus hermanos y su padrastro la consideraran indigna beneficiaria de tal legado, apenas consistente en la antigua casona cuyo lustre era cosa del pasado y en la cual ella había pasado toda su vida. Apenas podía creer que sus hermanos mayores, totalmente desentendidos de su madre mucho tiempo atrás, se dijesen despojados de lo que “legítimamente les correspondía”. Pero esa noche lluviosa eso era lo que menos le preocupaba, su inesperada ansiedad tenía un motivo que no lograba dilucidar. Recordaba los días de su infancia, en noches como esta cuando ella y su madre se encontraban solas en casa (la mayor parte del tiempo así estaban) y a la autora de sus días le daba por rezar el rosario apenas iluminada por una pequeña vela y ella -temerosa de los rayos y centellas mandados desde el cielo- se veía obligada a acompañarla en su rito sin hacer ruido, casi sin respirar. Pese a que con los años sus pueriles miedos dejaron de existir, no podía evitar que la oscuridad y la lluvia torrencial aumentaran la sensación de desolación adentrada en ella desde la muerte de su madre (un año atrás) y la partida de él, meses antes del deceso materno. Desolación que esa noche se acompañaba de su inusitada inquietud. Para espantarla, más a la inquietud que a su compañera la desolación, daba vueltas sin cesar, subía y bajaba las escaleras como si así pudiese alejar a los fantasmas del pasado reacios a marcharse o apresurar el arribo de otros nunca alejados. Deambulaba ensimismada en sus pensamientos, cuando los inesperados y fuertes golpes en el zaguán la sacaron de su ritmo, provocándole un ligero sobresalto. Si bien no era tan tarde, con ese clima le parecía tan raro que alguien fuera de visita.





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